EL TRIBUNAL SUPREMO DE ESTADOS UNIDOS SE OPONE AL GLOBALISMO

Una vez más queda claro que Estados Unidos se encuentra dividido y que existen dos países en su interior. Ya no se trata de una lucha entre republicanos y demócratas, cuyo conflicto siempre ha sido muy relevante, sino de una división que fractura a la sociedad estadounidense. Tradicionalmente, la sociedad estadounidense siempre ha sido pragmatista y se ha guiado por el principio funciona/no funciona, esa es su esencia. En Estados Unidos no existe un dogma acerca de lo que es el sujeto o el objeto: uno puede considerarse Elvis Presley o Papá Noel y mientras nadie te objeto lo contrario poco importa. Lo mismo sucede con respecto al mundo: no existen leyes inviolables y uno se puede hacer lo que uno quiera, pero si el mundo te hace pedazos ese es tu problema. No existen los entes, sino las interacciones; podríamos decir que esa es la forma de pensar del estadounidense promedio. Lo mismo sucede con la forma en que se entiende el liberalismo: libertad para pensar lo que quieras, creer lo que queras y comportarte como quieras. Claro, la libertar individual siempre choca con la libertad de los demás, pero nunca conocerás los limites de ambas mientras no pongas en práctica tus ideas. Es por eso que siempre debes poner las cosas a prueba. Esta es más o menos la forma de pensar de los estadounidenses con respecto al aborto, el cambio de sexo, los desfiles de homosexuales o neonazis y cualquier otra cosa que se pueda poner a prueba. La última instancia que resolvía las discrepancias sociales en todas sus manifestaciones – basándose en muchos criterios y consideraciones – eran los tribunales. Esta forma de ser de los estadounidenses resulta completamente ajena a los europeos y sin duda ha sido una de las claves de su éxito: no existen los limites y puedes ir a donde quieras mientras nadie te detenga. Así es como funciona Estados Unidos.

Esta forma de pensar fue rechazada por la élite estadounidense – formada por individuos de muy distintas procedencias, pero especialmente europeos procedentes de Rusia y en su mayor parte étnicamente judíos – decidieron adoptar los códigos culturales eurocéntricos o ruso-soviéticos de sus ancestros. Estos inmigrantes trajeron a los Estados Unidos una forma de pensar distinta que era incompatible con el pragmatismo estadounidense y se aprovecharon del mismo con tal de imponer sus ideas. Después de todo, en los Estados Unidos se comprende la libertad de una forma muy distinta al totalitarismo europeo. Han sido estas élites extranjeras y europeas las que han secuestrado la democracia estadounidense por medio de la implantación de estructuras globalistas que poco a poco se han ido haciendo con el poder.

Las élites estadounidenses actuales son en su mayoría liberales de izquierda, muchas veces trotskistas, que impusieron al resto de la sociedad algo que les es totalmente ajeno: la idea del progreso lineal. La idea del progreso es incompatible con el pragmatismo, pues para el pragmatismo las cosas solo funcionan o no funcionan. Si algo funciona y te ayuda a progresar, entonces está bien. Pero si no, entonces lo abandonas. La forma antigua de pensar de los estadounidenses incluso ve con buenos ojos restaurar algo que antes existía mientras sea funcional, algo que los emigrantes del Viejo Mundo por supuesto rechazan porque para ellos el progreso es un dogma y un proceso continuo de emancipación, mejoramiento, desarrollo y acumulación de conocimientos. El progreso es para ellos una filosofía y una religión que implica un aumento continuo de las libertades individuales, el desarrollo técnico, la abolición de la tradición o los tabúes sociales y cosas por el estilo. No importa lo que funciona o lo que no, solamente importa el progreso.

No obstante, esta interpretación del liberalismo resultaba totalmente ajena al liberalismo estadounidense donde nadie puede imponerle a nadie sus ideas. El liberalismo de las nuevas élites estadounidenses intentó erradicar esta forma de pensar imponiendo la cultura de la cancelación, las humillaciones públicas, la eliminación de las viejas costumbres, la normalización de las cirugías de cambio de sexo, la aniquilación de los fetos humanos (pro-choice), la igualdad entre hombres y mujeres y la teoría crítica de la raza. Los viejos liberales sostenían que “mientras algo funcione hasta bien, si no, entonces cámbialo”. Pero los nuevos liberales dicen: “nadie tiene el derecho a no ser liberal, si uno no es progresista entonces es un nazi y debe ser eliminado en nombre de la libertad, los LGBT+, los transexuales y la Inteligencia Artificial”.

El conflicto entre estas dos interpretaciones del liberalismo – una pragmática y libertaria contra otra neoliberal y progresista – se ha vuelto cada vez más y más intensa en las últimas décadas conduciendo, finalmente, al triunfo de Donald Trump. Trump fue el representante del Estados Unidos profundo, mientras que los demócratas abrazaron las banderas del globalismo. Esta guerra entre dos sociedades con filosofías distintas ha llegado a su punto culminante ahora que se intenta definir cuál es la interpretación real de la libertad para ambos. Los estadounidenses viejos se aferran a su interpretación de la libertad individual que excluye por completo cualquier prescripción externa de la misma, argumentando que se puede defender el aborto y la homosexualidad, pero no persiguiendo a todo el que se le oponga. En cambio, los estadounidenses nuevos defienden el uso de la violencia contra todos aquellos que no comprendan la libertad y eso implica la formulación de un código de comportamiento que defina qué es o no es la libertad. Mientras que el viejo liberalismo no es normativo, el nuevo liberalismo es abiertamente totalitario.

Solo comprendiendo todo lo anterior podemos entender porque la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos con respecto al caso Roe vs Wade de 1973 ha causado tanto revuelo. El viejo liberalismo, que es ante todo pragmático, no se dedica a prohibir el aborto, sino a defender que no puede convertirse en una ley impuesta desde arriba, por lo que cada Estado Federal puede buscar la solución que prefiera. Además, tal decisión también demuestra que el tiempo es reversible y que no existe una línea recta hacia el progreso, pues siempre podemos ir en otra dirección. No se trata tanto de la cuestión del aborto, como de la naturaleza misma del tiempo. Es este problema filosófico el que hoy está dividiendo a la sociedad estadounidense hasta el punto de que se ha declarado una guerra civil abierta.

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha decidido declararle la guerra a las élites globalistas y neoliberales quienes, al igual que los bolcheviques rusos, desean sacrificar el presente en nombre del progreso, pues este último justifica todo. Hasta ahora, en Estados Unidos todo iba en línea recta para imponer el individualismo, el egocentrismo y el hedonismo. Pero, de repente, el Tribunal Supremo dio un fuerte paso hacia atrás. ¿Por qué ha hecho tal cosa? Los viejo estadounidenses se regocijan ante tal logro porque quieren recuperar la libertad que les fue arrebatada por los progresistas y los tecnócratas que sostenían que el tiempo iba en una sola dirección. Ahora el fiscal general de Missouri ha demostrado que esto se puede hacer. ¡Una jugada excelente! Se trata de una revolución pragmática, una especie de revolución conservadora estadounidense.

Esto ha causado que la podredumbre globalista se revuelque, pues ha acontecido algo muy similar a la elección de Donald Trump: los estadounidenses viejos vencen a los estadounidenses nuevos. Como dice Matero 12, 25: “Todo reino en sí dividido será desolado, y toda ciudad o casa en sí dividida no subsistirá”. Esta profecía se cumplirá tarde o temprano…

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