El extraño viaje de Miguel Díaz-Canel (I)
Solapas principales
Las casualidades
Leía el excelente libro The Future Is History: How Totalitarianism Reclaimed Russia, de la periodista Masha Gessen, cuando supe por Granma que el recién nombrado presidente cubano Miguel Díaz-Canel iniciaba su primera gira internacional como mandatario.
Granma —escueto y dueño de una sintaxis dolorosa— daba cuenta de que el nuevo presidente ya se encontraba en Rusia y desde Moscú inauguraba un periplo que lo llevaría a Corea del Norte, China, Vietnam y Laos. Nada menos.
El relato de Masha Gessen abarca desde los años de Gorbachov al frente de la Unión Soviética hasta la Rusia de Putin, ya en 2017. Está construido a partir de las vivencias de siete personajes reales: tres ya adultos durante los años de la perestroika, y cuatro que desarrollaron sus vidas a partir del colapso de la Unión.
Uno de esos personajes se llama Aleksandr Dugin (Moscú, 1962) y a día de hoy es el principal teórico y promotor internacional de dos conceptos geopolíticos vinculados entre sí: el Eurasismo y la Cuarta Teoría Política.
La primera procura devolver a la Rusia actual su configuración imperial, si no geográfica —que también—, sí como entidad cultural, con el objetivo de contribuir a la construcción de un mundo más multipolar cuyos bloques sirvan de contrapeso a Occidente y le otorguen a Eurasia una mayor influencia en los asuntos globales.
La otra, la Cuarta Teoría Política —leo en el número 70 de la revista Elementos (Metapolítica para una Civilización Europea)—, “nace de la fusión ideológica entre la izquierda radical comunista y la derecha radical nacionalista, transversalizadas por su común antiliberalismo, junto a ciertas expresiones tradicionalistas”. La Cuarta Teoría Política defiende la elaboración de una nueva alternativa a partir del siguiente fundamento: “Las tres principales ideologías políticas modernas (liberalismo / capitalismo, comunismo / socialismo, fascismo / nacionalsocialismo) [han fracasado] y ya no son adecuadas, así que tenemos que descartarlas todas”.
En la descripción que hace de Dugin, Masha Gessen nos muestra a un joven recién expulsado del Instituto de Aviación por sus ideas políticas. Por entonces Dugin se reconoce como un “disidente hostil al comunismo”, a pesar de que su familia se halla bien integrada al mecanismo social soviético. “Su padre, que había estudiado ingeniería, trabajaba para la KGB en algún tipo de instalación secreta pero desprovista de glamour. Su madre era funcionaria del Ministerio de Salud. Su abuela era una de las decanas de la Escuela Superior del Partido”, recuerda Gessen.
Es la época en que conoce a Eugenia Debrianskaia, una madre soltera de treinta años, posteriormente devenida activista LGTB, con la que vivirá durante un tiempo y con la que tendrá un hijo: Artur (en honor a Rimbaud). Dugin está interesado, sobre todo, en la lectura de pensadores tradicionalistas, como Julius Evola, René Guenon, y, especialmente, Martin Heidegger —censurado en la Unión Soviética—, de quien ha conseguido una copia en microfilm de Ser y tiempo:
“Como no poseía un lector de microfilmes, se fabricó un proyector de diapositivas al estilo soviético —un aparato de uso doméstico para películas de treinta y cinco milímetros, que mostraba dibujos animados o cortometrajes, y que se accionaba con una manivela— para proyectar el libro sobre su mesa de trabajo. Cuando terminó de leer Ser y tiempo, Duguin necesitaba gafas, pero ya conocía el texto en que basaría su pensamiento y el resto de su vida”.
Casi por (demasiado) azar, mientras yo leía a Masha Gessen y el periódico Granma concluía sus breves e ilegibles notas sobre la gira euroasiática de Miguel Díaz-Canel, el diario español El confidencial publicó una columna titulada “Tenebroso Dugin, el cerebro que inspira a la extrema derecha mundial”, del periodista Ramón González Férriz.
Valiéndose de la descripción que Emmanuel Carrère hace de Dugin en su libro Limónov —Aleksandr Dugin fue fundador del Partido Nacional-Bolchevique junto a Eduard Limónov y el músico Yegor Letov— el periodista nos lo presenta como uno de aquellos jóvenes “fascistas intelectuales” que al parecer abundaban en la escena cultural underground durante el mandato de Yeltsin: “jóvenes febriles, demacrados, torpes, pero muy leídos (…); vagaban por ahí con grandes mochilas de escolar y se reunían en pequeñas librerías esotéricas, desarrollando nebulosas teorías sobre los templarios, Eurasia o los rosacruces. Con frecuencia acababan convirtiéndose al islam”.
Sin embargo, puntualiza Carrère: “Dugin es esa clase de fascista, solo que no es un joven torpe y enfermizo, sino un ogro. Es grande, barbudo, peludo, anda con los pasos ligeros de un bailarín y tiene una manera curiosa de equilibrarse sobre una pierna (…). Habla quince idiomas, lo ha leído todo, bebe alcohol a palo seco, tiene una risa franca y es una montaña de conocimiento y encanto”.
En el artículo de González Férriz se nota la intención de demonizar a Dugin y de intervenir, a fuerza de sustos, en la intención de voto de los lectores españoles. “La amenaza está ahí y puede servir para avivar a partidos marginales, facilitar que entren en las instituciones o que, previamente descafeinados, lleguen incluso a más”, escribe. Pretende hablar de Dugin, pero está hablando de Vox, sin dudas.
¿Quién era, entonces, Aleksandr Dugin? ¿El joven intelectual, políglota, que en 1985, recién proclamada la perestroika de Mijail Gorbachov, anunciaba ya el fin de la Unión Soviética? ¿O el intelectual tenebroso que González Férriz hace responsable de la reestructuración ideológica de la derecha europea?
Posiblemente ambos, así que decidí informarme:
Director del departamento de Sociología de la Universidad de Moscú, autor de más de 60 títulos —ampliamente traducidos—, principal teórico del Eurasismo y de la Cuarta Teoría Política, Aleksandr Dugin es también, para muchos, el ideólogo detrás de la política exterior de la Rusia actual, así como uno de los asesores en geopolítica del alto mando del ejército ruso. Se le suele llamar —leí— “el Rasputín de Putin” o “The Putin’s Mind”.
Una correspondencia con Ígor Órzhytskyi. Primera parte.
En ese momento, el viaje de Miguel Díaz-Canel a Rusia y Asia cobró para mí un sentido especial.
¿Por qué el presidente de un país caribeño, cuyos principales socios comerciales son Canadá, España, Venezuela y México, elegía destinos tan “exóticos” para su primera gira internacional?
¿Será que la mayoría de los medios de prensa están mal informados y es en Eurasia, en la zona de influencia de Aleksandr Dugin, donde aún se encuentran los intereses reales de Cuba?
¿Qué había ido a buscar Miguel Díaz-Canel a lugares aparentemente tan distantes de nuestro contexto comercial y político? ¿Préstamos? ¿Inversiones?
¿Rendir cuentas?
La entrevista
Aposté a un par de amigos que suelen tener los contactos más inesperados. Les pregunté: ¿conocen a Aleksandr Dugin? Ambos habían oído hablar de él, pero solo uno tenía su correo electrónico. Me lo envió adjunto a un mensaje escueto: “extremadamente ocupado, pero muy cordial”.
“Cordial”, me repetí mientras redactaba el texto que enviaría con la propuesta de una entrevista sobre su obra y, también, le aclaré, con la intención de conocer su opinión sobre el papel de Cuba ante Rusia, China y esa Eurasia que se rediseña a partir del mapa desdibujado ya de la Unión Soviética.
Envié el mensaje y dejé de pensar en Dugin. Una semana más tarde recibí esta breve respuesta: “Muy bien”.
Para entonces yo ya había leído un par de libros suyos —entre ellos La Cuarta Teoría Política— y había conseguido informarme un poco más sobre su vida, su formación y su tránsito político, desde el Partido Nacional-Bolchevique —con el que obtuvo apenas un 1% de votos en San Petersburgo— hasta sus doctorados en Sociología y Filosofía, sus múltiples proyectos editoriales y su posición al frente de los estudios geopolíticos y estratégicos en Rusia.
Ya sabía, además, que Dugin había desistido de protestar por la descripción que hacen de él en Wikipedia, convencido —dice— de que una vez corregida la información, enseguida aparecerían otros “wikiliberales” dispuestos a falsearla. Nada que hacer.
Para Aleksandr Dugin el liberalismo es el principal enemigo. Y una vez que uno asume que tiene un enemigo, lo demás es guerra.
Sin embargo, me percaté también de que en esa posición que lo enfrentaba radicalmente a los Estados Unidos —la mayor encarnación histórica del liberalismo—, Dugin hacía un par de excepciones: del cosmos político estadounidense apreciaba a Donald J. Trump y, sobre todo, a Steve Bannon, con el cual comparte más de un postulado ideológico y muchas lecturas.
Entonces me ocupé de armar un cuestionario que intentara indagar no solo en los aspectos relacionados con el rol geopolítico del gobierno cubano, sino también en la figura de Aleksandr Dugin y su obra intelectual. Y se lo envié. Eran veintidós preguntas, por lo que seguramente le llevaría tiempo contestarlas, pensé. Y le di al botón enviar. Para mi sorpresa, minutos después me devolvía el mensaje desde su móvil: “Hablemos por Skype. Imposible responder el cuestionario ahora”.
¿Cuándo?, precisé.
“Hoy a las 2:00 p.m. Hora de Moscú”.
Pero, ¿qué hora era en Moscú?
Resulta que Aleksandr Dugin me estaba citando para una hora más tarde, no le importaba el lugar donde yo pudiese encontrarme. Sería una llamada por Skype que yo tendría que grabar —él también lo haría— y para la que necesitaba una buena conexión a Internet y, sobre todo, silencio. Pero yo estaba en la calle, de vacaciones con mi hijo de seis años, y mi hijo de seis años estaba dispuesto a aceptármelo todo, menos que yo le cediera parte de su tiempo a un sociólogo ruso que había escrito un libro titulado La Cuarta Teoría Política y que abogaba por un mundo multipolar que le plantara cara al liberalismo occidental. Aleksandr Dugin no entraba —digámoslo así— en los liberales planes de mi hijo.
¿Qué hacer? Tenía apenas una hora para organizarlo todo. Llamé a una amiga que vivía cerca: necesitaba dos grandes favores. Uno: el silencio de su casa. Dos: que hiciera de niñera mientras yo grababa una entrevista. ¿Era posible?
Lo fue. Lo que sigue a continuación es el resultado de esa conversación. Una charla donde hablamos de su vida; de su formación intelectual; de su visión sobre el papel de Cuba ante Eurasia y América Latina, así como ante los Estados Unidos; de la llegada de Donald J. Trump a la presidencia estadounidense; de Steve Bannon y, por supuesto, de su Cuarta Teoría Política.
Antes de dar paso a la transcripción, quisiera agradecer públicamente a Aleksandr Dugin la gentileza al concederme esta entrevista para Hypermedia Magazine; a P. C. por la complicidad para llevarla a cabo; y a mi hijo D. A. por la generosidad de cederle parte de nuestro tiempo a un desconocido. Muchas gracias a los tres. Quedo en deuda.
La conversación (introducción)
—Me va a perdonar que no responda su cuestionario —me dijo A. D. Sería demasiado largo contar la historia de mi vida en una entrevista. En cualquier caso y cito a Julius Evola: “mi biografía es mi bibliografía”.
Lo entiendo, pero de alguna manera tengo que presentarlo a nuestros lectores. Muchos, seguramente, no han leído sus libros y me gustaría que lo conocieran a través de su propio retrato.
Estoy de acuerdo. Repasemos entonces eso que usted llama “mi vida”.
Desde mi juventud fui un disidente del régimen comunista. Disentía porque no pensaba como ellos, porque no creía en los dogmas de la filosofía marxista. Mi familia era normal, prosoviética, pero yo no estaba de acuerdo con ellos y, de alguna manera, esa ruptura sirvió para iniciar mi propio camino intelectual. Un camino intelectual anticomunista y antiliberal al mismo tiempo. Fue entonces que comencé a leer a autores tradicionalistas como René Guenon y Julius Evola.
Luego, he pensado que precisamente estos autores tenían una mirada contraria a la modernidad, tanto liberal como comunista, ambas entregadas al materialismo y al concepto de lo moderno. Y descubrí entonces que la verdad estaba precisamente en la oposición al mundo moderno.
Desde ese punto de partida me distancié del contexto soviético y empecé a estudiar de forma autodidacta. No estaba interesado en continuar los estudios en el Instituto de Aeronáutica, pues creía ya que lo esencial para mí era concentrarme sobre todo en los estudios sobre tradición y religión, y la filosofía que no era posible aprender por los caminos de la educación soviética. Esas lecturas me formaron como disidente, pero como un disidente de derechas. Pues yo no era un disidente liberal como la mayoría. Yo era un disidente de derechas: tradicionalista, antiliberal, antioccidental y, también, antisoviético.
El tránsito hacia la democracia resulta indiferente a quienes viven presionados por la precariedad cotidiana.
Pasé mi juventud estudiando, autopreparándome: filosofía, idiomas extranjeros (inglés, francés, alemán). Estudié a los principales autores del tradicionalismo, los que me llevaron a interesarme de manera especial en Martin Heidegger y, a partir de él, en la revolución conservadora alemana y los autores antimodernos y conservadores.
Fui expulsado del Instituto de Aeronáutica. Era muy joven y contradecía abiertamente a los profesores soviéticos y sus dogmas. Esto por supuesto que me causó problemas, pero, al mismo tiempo, me permitió concentrarme en continuar mis estudios de forma independiente.
Cuando empezó la perestroika me vinculé a la vida política alternativa y me sumé a los movimientos políticos que surgieron en la Unión Soviética a finales de los 80. Al mismo tiempo, comencé a impartir clases de manera informal. Enseñaba cursos sobre tradición, religión, filosofía y geopolítica.
Mi vocación me lleva en esa época a profundizar en los autores y estudios dedicados a la geopolítica, especialmente Carl Schmitt. Pero también centro mi interés en la tradición rusa y los estudios eurasistas. Cuando cayó la Unión Soviética, en ese mismo momento, yo ya estaba preparado para ofrecer una alternativa al liberalismo y al comunismo.
Desapareció la censura, así que pude fundar el semanario Den (El Día) y comencé a publicar mis primeros artículos. Casi al mismo tiempo empiezo a impartir clases de geopolítica a los políticos y militares rusos. Fui yo quien introdujo la geopolítica en el Estado Mayor, porque los generales rusos se dieron cuenta de que la OTAN, contrario a lo que podría esperarse, continuaba siendo una amenaza tras la caída de la Unión Soviética, aunque ya no fuera a través de la visión ideológica del campo socialista contra el campo capitalista.
Rusia había perdido su ideología, pero la amenaza aún existía. Los militares rusos necesitaban entender este hecho. Yo pude hacerlos conscientes de un factor fundamental para entender la correlación entre el poder de la tierra y el poder del mar en la guerra de los continentes, en la guerra de la política anglosajona contra el mundo no liberal.
A partir de ese momento comienzo a publicar artículos y libros, soy traducido, conduzco mi propio programa de radio y empiezo a desarrollar el Curso Euroasiático. Corren los años 90. Por aquella época yo me encontraba en la oposición a Boris Yeltsin, cuya ideología liberal era contraria a mi visión tradicionalista.
Regresé a la universidad y conduje mis ideas a través del pensamiento académico, lo que me permitió desarrollar un discurso teórico para la geopolítica y para la filosofía. Me gradué y poco después hice un doctorado en Sociología y otro en Filosofía Política. Más tarde, comencé a dirigir el departamento de Sociología de la Universidad Estatal Lomonosov, de Moscú.
Digamos que, con la madurez, conseguí unificar los intereses del autodidacta que fui de joven con los estudios universitarios y el discurso académico. Esto, como le decía, me permitió darle forma a mi pensamiento y profundizar en las ideas eurasistas; así como desarrollar estas ideas como movimiento o suerte de think tank y, al mismo tiempo, colaborar con algunos círculos del Kremlin.
En el plano político, mi apoyo a Vladimir Putin se debe a un factor sencillo: Putin es un patriota, es un conservador, es realista y no es comunista. Lo cual, de manera general, se corresponde con mis ideales.
En resumen: a fecha de hoy, he publicado más de 60 libros, muchos de ellos han sido traducidos; imparto conferencias, escribo artículos, etcétera. Espero que todo esto sirva para darme a conocer a los lectores de Hypermedia Magazine. Yo pienso, y no lo tome a mal, que las ideas son más importantes que los individuos. Para mí sería más interesante que hablemos de los conceptos, de las teorías, de las estrategias, de la historia… Mi individualidad no vale nada frente a mi filosofía.