Notas sobre el progreso: hechizos y olvidos de un ídolo moderno
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Hace ya unos años, algunos compañeros de camino entre los que se destacan Marcelo Gullo, Esteban Montenegro y Alberto Buela, han tenido un diálogo con el geopolitólogo y filósofo ruso Aleksandr Dugin. Por “diálogo” entendemos ese discurrir por el logos, es decir, la eminente vocación humana de transitar por la palabra en orden a la conquista de la verdad. Fruto de ese encuentro, la Editorial Nomos de Buenos Aires, recopiló una serie de textos duginianos que conservan la vena cavilante del pensador ruso y la cercana calidez de la palabra viva. Entre otros títulos editados encontramos: Geopolítica existencial (2018), Identidad y soberanía: contra el mundo posmoderno (2018) y Logos Argentino. Metafísica de la Cruz del Sur (2019). A éste último trabajo, o más precisamente, a un breve texto que abre dicha obra, nos vamos a referir a continuación.
Antes de entrar en el cuerpo del libro, Dugin traza un derrotero sobre el sentido moderno del progreso y la oculta semilla que lleva incoada, invisible a los ojos de la ingenua mirada humana.
El filósofo ruso ausculta el corazón de nuestro tiempo y comprende que la idea de progreso se erige hoy como un ídolo absoluto. Quien se anime a objetar el valor del progreso, incurre en herejía contra ese principio sagrado. Por progreso se entiende un crecimiento ilimitado no solo cuantitativamente sino también cualitativamente. El tiempo lleva consigo casi por voluntad natural una acumulación positiva. Sobre este punto aparece la primera intuición fuerte de Dugin, a saber, el carácter religioso del progreso. Escribe nuestro autor:
“[…] El progreso va siempre desde la nada hacia el ser y por eso es importante entender que el progreso es una forma de religión. No es una categoría de la filosofía política, ideológica o científica, es una forma de religión, una religión del desarrollo, de la acumulación, del tiempo ontológico que se presenta la vida y la historia de la humanidad como un desarrollo horizontal. ¿Por qué horizontal? Porque se desarrolla solo en la tierra, en completa ausencia de cualquier dimensión vertical”. [1]
¿Cuáles son los dos elementos que surgen de esta conceptualización del filósofo ruso? Por un lado, como dijimos, el progreso como religión, por otro –y esto es lo que abrirá un flanco espiritual de hondas consecuencias -, el progreso como religión de la tierra. La horizontalidad poda el orden jerárquico y la participación metafísica.
El largo itinerario de la subjetividad moderna define su constante precipitación sobre la pendiente de la inmanencia, y más aun, del nihilismo. Es el grito ahogado que mora en el reverso del Nietzsche “oficial” cuando pone en boca del loco aquellas tremendas sentencias: “¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte?” Y aun más explícitamente: “¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo?”[2]. Habría que pensar seriamente si Nietzsche ha sido el nihilista que nos han impuesto o su profeta, aquel doliente pensador que intimó a esta neomdernidad a la difícil tarea de la superación del nihilismo.
Aleksandr Dugin apela al sentido etimológico del término progreso para ingresar en el corazón de su crítica. La palabra latina progressus es la traducción del término griego próodos (πρόοδος) que significa “salir de sí”, “ir hacia lo otro”. Aquí aparece el aporte filosófico peculiar del pensador ruso. Dugin viaja hacia el núcleo del pensamiento neoplatónico y nos recuerda que la manifestación del cosmos se efectúa desde el Uno apofático. ¿Cómo es esto? Seguimos el camino cavilante de Dugin:
“[…] el progreso es, precisamente, esta salida de la tiniebla divina hacia la luz inmanente de la realidad cósmica”. [3]
El progreso presenta entonces una manifestación vertical que va desde lo Uno pre-ontológico hacia la multiplicidad, es decir, al cosmos. Dugin sostiene que es éste el núcleo de la visión tradicional y pre-moderna del progreso. Ahora bien, ese movimiento encarna una paradoja que nuestro autor describe bajo los siguientes términos:
“El progreso es una manifestación: es buena pero, al mismo tiempo, es mala. Es mala porque es alejamiento de Dios y es buena porque es continuación del impulso ontogenético y ontogónico de Dios”.[4]
De esta afirmación se desprende entonces que el progreso guarda una condición alienante, la salida de sí, que exige entonces un retorno. Dugin apela nuevamente a la etimología para ahondar en el verdadero sentido de este movimiento completo. El término griego que describe este retorno es epístrofe (ἐπιστροφή):
“Cuando algo progresa desde la unidad a la multiplicidad en un cierto momento debe cambiar el curso de la manifestación y regresar, volver, retornar al punto de partida”. [5]
En este punto, el corazón de la doctrina neoplatónica se encuentra con el corazón de la teología cristiana, la Encarnación: Dios se hace hombre para que el hombre vuelva a Dios. “O admirabile commercium! –canta la Liturgia de las Horas en la antífona de Navidad-, el Creador del género humano nos da parte en su divinidad”.
Este movimiento de salida y retorno, este “existus-reditus” en lenguaje de Tomás de Aquino, hace que el despliegue sea perfectivo. Ahora bien, y aquí completa Dugin el sentido de su apelación a la filosofía neoplatónica, este retorno no es un mero viaje “hacia atrás”, sino hacia lo anterior siempre nuevo, es decir, hacia lo eterno:
“La eternidad es una totalidad absoluta y toda novedad proviene de ella. Sin este retorno a lo eterno el aspecto inmanente no puede producir nada nuevo”. [6]
La quimera del progresismo es creer que el despliegue horizontal, el hechizo del cambio por el cambio mismo, la réplica inmanente y acumulativa es garantía de bienestar. Este movimiento, que recibe el nombre de parallaxisse opone a la eidopoiesis como actualización de virtualidades de la propia esencia. Mientras el progresismo incurre en aquello que Heidegger denominaba “afan de novedades” y que constituye uno de los elementos definitorios de la vida inauténtica, el pensamiento tradicional cuyo eco asume Dugin, propone un movimiento que resguarde y no olvide la propia identidad.
Los términos nunca son neutrales. Hablamos de inmanencia y hablamos de afan de cambio por el cambio mismocomo notas distintivas del progresismo, y creemos que realmente es así. El cultor del progreso es un individuo que acuña constantes paradojas: vive en la inmanencia pero no conoce el arraigo, milita libertad absoluta pero impone el pensamiento único, se desplaza pero no camina, se junta pero no se reúne, se divierte pero desconoce el hondo sentido de la fiesta.[7] Lúcidas son en este sentido, las palabras de Martin Heidegger en el parágrafo 36 de Ser y tiempo:
“Los dos momentos constitutivos de la curiosidad, la incapacidad de quedarse en el mundo circundante y la distracción hacia nuevas posibilidades, fundan el tercer carácter esencial de este fenómeno, que nosotros denominamos carencia de morada. La curiosidad se halla en todas partes y en ninguna. Esta modalidad del estar-en-el-mundo revela un nuevo modo de ser del Dasein cotidiano, en el que éste se desarraiga constantemente”.[8]
La idea de progreso exige entonces la idea del retorno, porque el verdadero progreso necesita volver siempre a la unidad. Dugin sostiene que ese retorno empieza en el momento en que una parte del ser incoada en el tiempo, en la realidad concreta, decide volver, más aun, remata el pensador ruso: “no creo que Dios pueda salvarnos sin nuestro esfuerzo”.[9]
Sobre esta última aseveración de Dugin, nuestro compañero de camino y editor de las obras del filósofo ruso en Argentina, Esteban Montenegro, expresa en una nota a pie de pagina del texto que estamos meditando, que existe una velada apelación a la idea de Heidegger en la famosa entrevista Der Spiegel donde el filósofo alemán sostiene que la posibilidad de la salvación exige preparar con el pensamiento y la poesía una disposición para la aparición del “dios”. En sede filosófica es factible esta intuición, aunque nosotros nos inclinamos a pensar en una razón de orden espiritual que hunde sus raíces en la teología de la gracia de San Agustín: “Dios, Quien te creo sin ti, no te salvará sin ti”. [10]
El retorno, olvido del progresismo moderno, reviste entonces carácter soteriológico, porque la convergencia de las dos libertades, la divina y la humana se da en el momento en que la historia retorna. Esta idea es la que Dugin entiende como idea metafísica del conservadurismo:
“El conservadurismo está en contra de la acumulación indefinida y, más fundamentalmente, es una invitación al gran regreso, al gran retorno, a recuperar la unidad perdida al inicio de la cosmogonía”. [11]
En el pensamiento de Dugin late la honda tradición de la teología bizantina y la dignitas homine; Dugin es hijo de la espiritualidad rusa, esa que solemos degustar los amantes de las novelas de Dostoievsky o del cine de Tarkovski, la de los íconos iluminados por las luces tenues de los cirios, y la del silencio profundo al regreso del trabajo duro. Pero Dugin también recoge el pensamiento de la tradición, encarnado en figuras como René Guenón o Julius Évola y los pone en diálogo con la filosofía occidental y sus propios intereses geopolíticos, que en muchos aspectos, son también los nuestros. El texto que estamos glosando, deriva luego hacia esos intereses, pero creemos que ello forma parte de otra meditación. Nuestro propósito ha sido meditar sobre un olvido que late bajo el hechizo del progreso, el necesario regreso:
“Me levantaré, iré a mi padre y le diré: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Y levantándose, partió hacia su padre”. (Lc. 15, 17-20)
[1] A. Dugin: Logos Argentino. Metafísica de la Cruz del Sur. Ed. Nomos, Buenos Aires, 2019: Pág. 21.
[2] F. Nietzsche: La Gaya Ciencia, 125.
[3] A. Dugin: Logos Argentino. Metafísica de la Cruz del Sur. Ed. Nomos, Buenos Aires, 2019: Pág. 21.
[4] Ibídem: Pág. 22.
[5] Ibídem.
[6] Ibídem: Pág. 23.
[7] Sobre el tema del sentido de lo festivo, hermosas páginas han escrito Josef Pieper en su obra Una teoría de la fiesta y Otto Bollnow en su anexo a la obra Filosofía de la esperanza titulado: Para una antropología de la fiesta. (Nota nuestra).
[8] M. Heidegger: Ser y tiempo, § 36. Traducción de Jorge E. Rivera. Ed. Universitaria, Santiago (Chile), 1997: Pág. 195.
[9] A. Dugin: Logos Argentino. Metafísica de la Cruz del Sur. Ed. Nomos, Buenos Aires, 2019: Pág. 23.
[10] San Agustín. Sermo ad Populum 169,11.
[11] A. Dugin: Logos Argentino. Metafísica de la Cruz del Sur. Ed. Nomos, Buenos Aires, 2019: Pág. 24.