LA IDEOLOGÍA EUROASIÁTICA DE ALEXANDER DUGIN:ENTRE LA GEOPOLÍTICA Y EL POPULISMO
Solapas principales
LA IDEOLOGÍA EUROASIÁTICA DE ALEXANDER DUGIN:ENTRE LA GEOPOLÍTICA Y EL POPULISMO
José Andrés Fernández Leost
Universidad Complutense de Madrid
Resumen.- La figura de Alexander Dugin resulta poco conocida en el mundo académico y
mediático español. Su discurso se nutre de una mezcla de componentes tradicionalistas,
esotéricos, filo-fascistas y comunistas, que combina con el fin de presentar el esbozo de una
teoría política para el futuro. Adicionalmente, ensambla los contenidos ideológicos dentro del
campo de las relaciones internacionales, presentado un planteamiento geopolítico antioccidental.
Las potencialidades propagandísticas de Dugin y su conexión con las nuevas
corrientes teóricas justifican dedicarle un análisis pormenorizado.
Keywords.- Metapolitics, Ideologies, Geopolitics, Populism
Introducción:
La figura del moscovita Alexander Dugin resulta poco conocida en el mundo
académico español, menos aún en el mediático-divulgativo. Hasta el momento
únicamente se ha traducido a nuestro idioma un solo libro del autor, por una
pequeña editorial vinculada a la corriente de la Nueva Derecha (ediciones
Nueva República), colindante al fascismo. Igualmente, algunos fragmentos de
su obra y diversos artículos circulan por internet, en páginas asociadas a tal
movimiento. Su nombre, sin embargo, ha aparecido de forma intermitente en la
prensa generalista, en reportajes relativos a la ideología post-soviética nazbol
(nacional-bolchevique), a los conflictos de Ucrania y Crimea y, más
recientemente, al protagonismo de Syriza en la vida política europea. Estas
huellas nos ponen sobre la pista de un personaje vidrioso, cuyo pensamiento -
pese a haber ido evolucionado- se fundamenta en un par de premisas
irreductibles: el anti-liberalismo ideológico y la geopolítica eurasiática.
Ciertamente, sus ideas han sido objeto de un análisis más pormenorizado por
parte de investigadores tanto nacionales (Xavier Casals, Diego Sanromán)
como extranjeros (Roger Griffin, Marlène Laruelle), aunque no suscitan gran
interés extramuros de un núcleo de expertos, ni forman parte -al menos, de
momento- de la agenda pública del debate global. Quizá la exageración de su
influjo sobre la política exterior de Vladimir Putin o su tendencia a acudir a
creencias de raíz esotérica, han contribuido a limitar un examen detenido sobre
el alcance de su visión, en ocasiones caricaturizada como la de un charlatán,
en la estirpe de Rasputín. Ahora bien, su significativa presencia en las redes,
unida a la certidumbre de sus contactos con líderes rusos e internacionales
(incluyendo Almajineyad) y a la conexión de sus propuestas con las de nuevas
corrientes críticas (populismo, post-colonialismo, etc.) justifican dedicarle una
mayor atención, orientada a calibrar su congruencia interna. En lo que sigue,
procedemos a exponer las líneas maestras de su perspectiva, extraídas de su
obra de síntesis, La Cuarta Teoría Política (2012), reorganizadas conforme a
cuatro apartados: metapolítica, ideología, geopolítica y populismo. Este
recorrido nos servirá para cotejar la naturaleza de sus planteamientos frente a
idearios similares u opuestos y para desembocar, a modo de conclusión, en un
diagnóstico sobre su posible impacto cultural y propagandístico.
Metapolítica:
Nacido en el seno de una familia de militares, la educación de Dugin combina
la prosecución de estudios de índole socio-económica y una predilección por la
literatura, el periodismo y los idiomas (aparte de una ferviente admiración por el
barón Ungern-Sternberg) que en una atmósfera disidente1 le condujo a la
lectura y traducción de textos de carácter conservador y orientalista (Julius
Évola, René Guénon, Coomaraswamy). Tras el colapso de la URSS, su grado
de activismo se incrementó al punto de convertirse en uno de los primeros
miembros del Partido Nacional-Bolchevique y, con posterioridad, impulsar el
movimiento euroasiático. Ello no le impidió pulir su formación, incorporando a
su enfoque, inequívocamente tradicionalista, las enseñanzas etnológicas de
Marcel Mauss y Levi Strauss, los estudios mitológicos de Georges Dumezil, la
simbología de Gilbert Durant o la ontología de Martin Heidegger, a lo que hay
que sumar la influencia del francés Alain de Benoist, el teórico más notable de
la Nueva Derecha. Este bagaje le ha permitido estructurar un conjunto más o
menos sistemático de postulados filosóficos (de orden metafísico,
epistemológico o antropológico, sin excluir ribetes milenaristas), que podemos
englobar bajo la expresión de metapolítica, toda vez que, sin pertenecer
internamente al ámbito político, condicionarían su acción y curso. Todos ellos
aparecen marcados por una ontología pluralista de raigambre, digamos, bioétnica,
que se traduce en una suerte de relativismo, tanto cultural como
cognitivo, desde el que no cabría proclamar la superioridad de un modo de vida
sobre otro. En el núcleo de esta cosmovisión anida el concepto heideggeriano
de Dasein, como el ser genuino, indeterminado y diverso, encarnado a la vez
en cada individuo y cada pueblo; es más, el Dasein emerge en Dugin como el
sujeto político por excelencia, frente a las categorías de clase, individuo o raza,
en tanto actor grupal enraizado en un territorio, depositario de una autenticidad
local diametralmente opuesta a la de la existencia “degenerada” en las
sociedades demo-liberales. De ahí, en su caso, la posibilidad de establecer una
geopolítica del conocimiento, de naturaleza espacial, contraria al privilegio
epistemológico del que gozarían las ciencias positivas (reflejo supuesto de la
hegemonía occidental) y que quizá -más que en cualquier otra esfera- se
plasma en Dugin en la concepción del tiempo.
Desechando la acepción material o mensurable del mismo, el autor recurre en
este punto a la noción sonora de Edmund Husserl (2002) para defender un
tratamiento subjetivo del tiempo, al que accederíamos tras el ejercicio autoreferencial
de la époje, como experiencia última en introspectiva a-intencional a
nuestra conciencia pura. Tan solo con posterioridad nos encontraríamos en
disposición de construir y organizar el tiempo, de acuerdo con una
temporalidad social y subjetiva, adscrita a cada cultura particular. A su vez,
según esta línea de razonamiento, el mundo objetivo quedaría desplazado a
una posición subsidiaria, incluso corruptiva, debido a su vocación de unificar el
concepto de tiempo, eliminando la posibilidad del futuro. Abundando sobre ello,
Dugin fuerza todavía más la argumentación, esgrimiendo motivos
escatológicos, al apelar en última instancia a la aparición de un sujeto radical
que advendrá en el fin de los tiempos. Y esboza el esquema de un conflicto
teológico-político en el que el partisano, en el sentido definido por Carl Schmitt,
adquirirá forma supra-humana (metafóricamente angélica, intermedia, propia
de daimones) para combatir el post-humanismo cibernético al que cree que se
dirige el hombre contemporáneo. Sin necesidad de llegar a tales extremos, su
aproximación se compadece con la vindicación de una filosofía de la historia de
corte cíclico, anti-progresista y, más aún, reversible, a la que denomina
“ocasionalismo sistematizado”. No obstante, en lo que constituye un rasgo
reiterado de su pensamiento, Dugin se esfuerza en subrayar la inconsistencia
de aquello que vitupera más que en concretar una propuesta propia. Y así,
acude a la obra de George Bateson para criticar la viabilidad evolutiva,
mecánica y social de los “procesos monotónicos” y aplaude la sabiduría contraacumulativa
del ritual del potlach, de destrucción de los excedentes generados.
La impugnación de toda noción lineal o progresista de la Historia, desemboca
incluso en la postergación de la teoría de la evolución de Charles Darwin, que
entiende de forma errónea cómo ley de selección “del más fuerte”, en
detrimento de la lectura adaptativa, idea por cierto a la que sí se adscribe de un
modo vago e impreciso. Sea como fuere, esta óptica nos sitúa en la antesala
de un programa teórico-político que se perfila en contraposición a las tres
ideologías predominantes de la historia reciente: el fascismo, el comunismo y el
liberalismo.
Ideología:
El discurso de Dugin procede mediante un método que indaga en los atributos
de las corrientes tratadas, descarta parte de sus contenidos y extrae aquello
que le resulta valioso, con el fin de presentar el esbozo de una teoría política
para el futuro. Es importante advertir cómo, ajustándose a sus presupuestos
filosóficos, el autor reintroduce de pleno la presencia de la subjetividad en el
ámbito de la política, de manera que ésta se caracterizaría, casi
existencialmente, por articularse como una lucha de construcción de sentidos
que pugnan por imponerse. De ello se sigue que la vida social se contemple en
términos re-politizados, en contraste con el tono despolitizado de la tradición
liberal2. Así, Dugin aprecia el componente mítico y la estructura escatológica
del viejo comunismo -aun lamentando su desapego espiritual- y aboga por una
exégesis gramsciana del mismo. Con todo, según el capítulo que consagra al
concepto de izquierda política, cabe más bien identificar sus afinidades con un
nacional-comunismo que incorpora elementos y símbolos patrióticos, en
sintonía con los planteamientos de Nikolai Ustraliov y Ernst Niekisch, y el
espíritu del pacto Ribbentrop-Mólotov, si bien admite su falta de depuración
intelectual. No obstante, Dugin también acepta ciertos desarrollos de la
izquierda post-marxista, en particular los relativos a la crítica frankfurtiana de la
racionalidad instrumental y la epistemología positivista, sin menoscabo de su
rechazo a la connivencia entre la ética postmoderna (liberación sexual,
experimentación con drogas, etc.) y el capitalismo democrático —en esto
equivalente a la socialdemocracia de signo atlántico, personificada en su
momento por la Tercera Vía de Tony Blair.
Dejando de lado sus coincidencias con la izquierda, no resulta inexacto
ponderar un grado de simpatía mayor de Dugin hacia el fascismo, siempre con
matices. Repudiando de entrada cualquier complicidad con el supremacismo
racial, así como con el racismo artístico o tecnológico, en tanto a su juicio
constituye su variación contemporánea, el autor se reconoce inmediatamente
en la primacía otorgada a la noción de ethnos, en la que se condensaría el
núcleo singular de las cualidades culturales, religiosas y lingüísticas (incluso
ambientales) de un pueblo. Su alegato en favor de la diversidad y el derecho de
los pueblos responde a una especie de esencialismo tradicionalista, cuyos
tintes arcaicos quedan mitigados -en rigor: rebasados-, fruto de la abolición del
tiempo. En consecuencia, pese a evocar el legado etno-sociológico de Wilhelm
Muhlmann y Richard Thurnwald, cuyo concepto de Dorsfstaat (pueblo-Estado)
blande frente al clásico de polis, el ideal orgánico de Dugin entronca con el de
una sociedad atemporal, palingenésica, de estirpe neoplatónica, sugerida tanto
por Julius Évola como por los miembros de la Revolución Conservadora
(Fredrich Hielscher, Ernst Jünger, van der Bruck, etc.). Según sus promotores,
el mismo pasado resultaría sospechoso puesto que ya contendría en su seno la
raíz de la Gestell, la esencia de la tecnología que enmarca y oculta la realidad,
pero que debe desenvolverse por entero en espera de su colapso final –y el
advenimiento de la nueva era. En paralelo, la deferencia de Dugin hacia las
costumbres prístinas le lleva a transigir con los principios del fundamentalismo
ortodoxo, islámico, e incluso protestante, productos de una lógica de
pensamiento divergente, pero no subalterna.
La única corriente conservadora que no tolera es la que representa el
conservadurismo liberal, activado en la obra de Edmund Burke (actualizado por
Hayek y Oakeshott) y en la que Dugin percibe el rastro de un liberalismo
timorato, pero liberalismo a fin de cuentas. En este punto, podemos adivinar la
actitud categóricamente crítica que el autor manifiesta hacia tal filosofía política,
de la que en puridad no salva nada. Una consideración en absoluto
sorprendente, por cuanto las premisas del liberalismo (individualismo,
propiedad privada, contractualismo, libre-comercio, universalismo) contradicen
el talante de sus propuestas, y su configuración práctica, el Estado-nación,
erradica los valores comunitarios y desarraiga, siempre según Dugin, las
creencias populares que conforman el sustrato de la acción política. Su análisis
presta interés detallado a la distinción, que atribuye a John Stuart Mill, entre la
“libertad de”, como principio de no interferencia, y la “libertad para”, orientada al
desarrollo de nuestras capacidades3, denunciando la estafa que supondría
otorgarle prioridad a la primera acepción, de acuerdo con el consenso liberal.
Ahora bien, Dugin asume que el liberalismo ha sido la ideología triunfante de la
modernidad y que salió victoriosa de la Guerra Fría, conforme a un esquema
mental que -avanzando la clave de su pensamiento geopolítico- hace equivaler
dicha hegemonía al éxito de Estados Unidos. Nada más consecuente, por
tanto, que desplazar el foco de atención al tablero global del juego de fuerzas
entre naciones. De modo previo, llama la atención el perfil que desde su punto
de vista ha cobrado en la actualidad el liberalismo, en una deriva post-humana
que fractura al individuo, fetichiza los objetos y banaliza la libertad, al aplaudir
todo producto salido de ella. En este sentido el autor observa un gesto de
repliegue, precisamente liberal-conservador, que batalla por no desembocar en
este estado de cosas, liderado entre otros por Francis Fukuyama, el teórico del
fin de la historia, también opuesto a las repercusiones de la revolución
biotecnológica4. Un movimiento de corte ético, impulsado por la escuela
neoconservadora estadounidense pero que, como parece insinuar Dugin,
estaría destinado al fracaso, en virtud de la lógica cultural del capitalismo que
describiese Daniel Bell (1976). Su diagnóstico en cambio -instalado en el lema
del “cuanto peor, mejor”- favorecería la llegada de esa cuarta teoría política,
llamada a re-encantar el mundo pero que, más allá del eslogan que reclama
justicia social, soberanía nacional y tradicionalismo moral, permanece
deliberadamente indefinida.
Geopolítica:
Según se ha adelantado, la visión política de Alexander Dugin ensambla los
contenidos ideológicos dentro del campo de las relaciones internacionales,
ampliando, más que refutando, los márgenes del enfoque realista (limitado en
un principio a la defensa de los intereses de naturaleza securitaria), tal y como
también ha acontecido en el debate académico5. Sin embargo, aun asumiendo
la relevancia de la interdependencia global, de los agentes no estatales, de la
cooperación internacional y, en suma, de la agenda multipolar en el diseño de
la política exterior, el autor nos presenta una teoría, diríamos, contrainstitucional,
no sujeta a normatividad internacional alguna. Por consiguiente,
adscribe el propósito de implantar una gobernanza global a una estrategia de
dominio estadounidense, basada en el fomento de valores que se hacen pasar
por universales. Dugin no desconoce la existencia de estrategias alternativas
que se disputan la prevalencia en el interior del Departamento de Estado
norteamericano, y que oscilan entre el programa neoconservador y la apuesta,
más circunspecta, del multilateralismo; no obstante siguiere que todas
pretenden expandir, de un modo más o menos directo, la formación de
sistemas demo-liberales, tributarios del legado occidental pero que acaban
desintegrando el tejido de las sociedades tradicionales (Steven R. Mann).
Frente a los “planes del imperio”, Dugin clasifica varias categorías de Estados
en función de su grado de colaboración con Estados Unidos, aun no inscritos a
su área de influencia: desde la relación amistosa que mantienen Turquía, India
o Brasil, a la neutralidad de Pakistán, China y Rusia (siempre que no se injiera
en asuntos internos) hasta llegar a la enemistad declarada de Corea del Norte,
Venezuela y (en su momento) Irán. A su vez, cifra en tres las plataformas
supra-estatales que amenazan el orden hegemónico de Estados Unidos: el
Califato Universal promovido por el terrorismo yihadista, el socialismo del siglo
XXI desplegado en América Latina y el proyecto euroasiático, en el que -
ensanchando las ambiciones de su aventura nacional-bolchevique- se inserta
el propio Dugin. De acuerdo con estos lineamientos, el autor llega al extremo
de apelar a una coordinación entre actores contrarios a la globalización
atlantista, en lo que algunos interpretan como una convocatoria a la unión de
los yihadistas de todo el mundo (Beiner, 2015).
Al margen de tales intenciones -sobre las que volveremos a continuación- quizá
el mayor interés geopolítico radique en el modelo que Dugin emplea a la hora
de trazar la disposición de fuerzas regionales, proponiendo un escenario de
“grandes espacios” que toman como soporte el concepto de civilización. Por
descontado, rehúsa acudir a una concepción diacrónica o gradualista del
término, optando en su lugar por un sentido sincrónico, en el que coexisten
diversas civilizaciones. Su perspectiva se aproxima a la cartografía expuesta
por Samuel Huntington, en la que se localizan nueve sistemas socio-morales,
de ascendencia religiosa y axiológica común6. Más que adherirse a las
implicaciones ideológicas del profesor norteamericano, nuestro autor se inclina
por sostener un equilibrio multipolar, justificado por el respeto al núcleo étnico
que latería en el fundamento que cada civilización, en perjuicio del momento
imperialista que exportaría de forma excluyente sus rasgos etno-céntricos a
territorios ajenos a su espacio natural. Bajo este ángulo, cabría coordinar el
concepto de Dasein con el de civilización, convirtiendo a estas en los sujetos
políticos materiales de la doctrina de Dugin: una doctrina en apariencia plural y
armónica, de carácter defensivo, y que sin embargo no puede ocultar su
vocación agresiva, de vuelta a la retórica milenarista de la “cruzada contra
Occidente”.
Populismo
Retomando las relaciones del euro-asianismo con las otras dos plataformas
doctrinales, cabe recordar la firme impronta del pensamiento de René Guénon
en Dugin, lo cual nos proporciona la clave de las concomitancias -de tipo
religioso y simbólico- entre nuestro autor y el mundo musulmán, por supuesto
extensibles al terreno geográfico. Las conexiones con el socialismo
latinoamericano resultan menos explícitas, pero no por ello inexistentes. Así,
los vínculos entre el comunismo y las inclinaciones nacionalistas que nuestro
autor postula, se encuentran ya desarrollados en el pensamiento del peruano
Haya de la Torre y, con mayor acento étnico, en José Carlos Mariátegui. De
forma más reciente, cabe apuntar las correspondencias -acaso no azarosascon
las teorías postcoloniales de Santiago Castro-Gómez, Walter Mignolo o
Boaventura de Sousa Santos, ante todo por lo que toca al repudio del
pensamiento occidental, tildado de colonizador, toda vez que las esferas del
poder y la epistemología quedan aquí correlacionadas (en la estela,
reinterpretada, de los precedentes teóricos de Edward Said y Michel Foucault).
Tanto es así que desde estos enfoques ha tomado prevalencia analítica la
diferenciación de distintas “geopolíticas del conocimiento”, por utilizar la
expresión de John Agnew (2006), entre las que precisamente encontramos una
variante heideggeriana, cimentada en la fenomenología territorial del “estar
ahí”. Más aún, resulta llamativo el empleo compartido de conceptos idénticos,
como el de “pluriverso”, o la evocación común a un oracular “todavía no” (Ernst
Bloch) de estirpe idealista-germana. Por último, resulta obligado compulsar las
características del populismo bolivariano que ha emergido a principios de este
siglo, con las del populismo europeo al que se aproxima Dugin —vía Alain de
Benoist. La detección de ciertas similitudes -culto al líder, recurso a las
emociones, desobediencia institucional, etc.- permiten validar la analogía, que
el profesor francés Guy Hermet ha condensado en un solo rasgo distintivo, la
temporalidad inmediata: punto que, aunque en principio no parece interferir con
Dugin, remite a un concepto fundamental de su visión: el de la instauración de
un tiempo político desemejante al institucionalizado. Si acudimos al teorizador
más sofisticado del populismo latinoamericano, Ernesto Laclau, el ejercicio de
cotejo no pierde atractivo. Partiendo de sus primeras aproximaciones, el Laclau
marxista (1978) rompía la relación de dependencia entre ideología
(superestructural) y clase (estructural) para justificar la existencia de contenidos
no clasistas, pero sí antagónicos, en el plano discursivo. Desde un punto de
vista teórico, observó que las ideologías hegemónicas son inter-clasistas, en
tanto absorben el discurso del adversario, haciéndolo en parte suyo y
neutralizándolo. Desde un punto de vista histórico, advirtió además que el
pasado acredita episodios de lucha popular (los “invariantes comunistas”,
según Alain Badiou), que desbordan el esquema de la lucha de clases. Ello le
instó a proponer el principio de doble articulación del discurso político, que
apela tanto a la clase como al pueblo. Solo cuando el antagonismo popular se
articula con el discurso de clase podría hablarse con legitimidad y en positivo
de populismo; el populismo fascista en cambio siempre beneficiaría a su juicio
a las clases dominantes (vale decir, al liberalismo).
Tras el derrumbe de la Unión Soviética, Laclau depuró su teoría, poniendo
mayor hincapié en la dimensión lingüística (2005). Ahora la unidad política
mínima pasa a ser la “demanda”, la “reivindicación”: de esta manera, cuando
una sociedad acumula un conjunto de demandas no satisfechas, estas pueden
percibirse bien de modo aislado, mediante una lógica diferencial, o bien
agrupado, mediante una lógica equivalencial, inherentemente antagónica y
contra-institucional. Solo en este último caso nos encontraríamos ante la
construcción del sujeto popular —diríase, re-politizado. Es relevante recalcar,
en primer lugar, que la ambivalencia de las propuestas populistas quedan aquí
justificadas por la difuminación que perderían las demandas al articularse en
cadenas de equivalencias, dando lugar a lo que se llama “significantes vacíos”;
tanto más vacíos cuanto más fuerza simbólica y hegemonía logren. Y
percatarse, en segundo lugar, del alcance simultáneo que atesora trazar
fronteras e identificar definidamente al enemigo. Adviértase, de nuevo, cómo
Laclau expresa la posibilidad de que las élites jueguen al populismo,
apropiándose de la imprecisión de los significantes —de ahí que “floten” de un
lado al otro del espectro ideológico. Retomando la perspectiva de Dugin, cabe
preguntarse acerca del paralelismo entre el sujeto populista y el Dasein (ante
todo cuando interceden variables étnicas) o del recurso lingüístico común a las
alegorías, por no hablar de la adscripción mutua a una concepción de lo político
en términos schmittianos, de amigo/enemigo. Lo sustancial, con todo, radica en
subrayar el contundente acento anti-liberal del filo-totalitarismo de Dugin,
plenamente populista.
Conclusiones
El examen de las propuestas de Dugin nos coloca ante un pensamiento
excéntrico y en ocasiones inconsistente -en el que se superponen capas de
análisis inconmensurables- aunque dotado de una cierta coherencia de
conjunto en la que sus tesis filosóficas, ideológicas y geopolíticas se acoplan
recíprocamente. Los flancos más débiles de su visión estriban, por una parte,
en el deslizamiento de su enfoque fenomenológico hacia reflexiones ocultistas
y pseudo-religiosos, rotundamente faltas de rigor, que acaso esgrima con fines
propagandísticos7. En cambio el autor se manifiesta como un buen conocedor
de la antropología simbólica, lo que unido a su interés por las tendencias
políticas contemporáneas y a su desenvoltura por las teorías postmodernas,
invita a sospechar acerca de su recurso a los códigos esotéricos. Por otra
parte, el objeto principal de la pretensión de Dugin, definir una cuarta teoría
política, se revela fracasado por cuanto no acierta sino a revolver un cúmulo de
contenidos prestados de corrientes anteriores, sin mayor conexión interna que
la de resultar anti-liberales. En esta línea, la carencia de una argumentación de
naturaleza económica brilla por su ausencia, por más que se intuya la apuesta
contra-mercantilista de una economía socio-local heredera de los análisis de
Karl Polanyi. En este aspecto, se evidencian carencias similares a las que se
aprecian en Alain de Benoist, cuya obra en todo caso completa de un modo
más decantado el aparato conceptual desarrollado por el ruso8.
Ello no obsta, en fin, para que la obra de Dugin alcance mayor propagación
global, producto de su retórica soteriológica y, ante todo, de su habilidad
iconográfica operada a través de las posibilidades que ofrece internet. Una
pregnancia quizá más susceptible de expandirse por Asia, Oriente Próximo,
América Latina y Europa del Este, donde el atractivo del modelo demo-liberal
ha ido perdiendo fuelle en los últimos años, frente al rendimiento económico de
sistemas insensibles al imperio de la ley (una tesis recientemente documentada
por Joshua Kurlantzick). Como es obvio, tal valoración no excluye el riesgo de
su infiltración hacia Europa Occidental, siquiera sea por cauces intermedios.
(Michael Burleigh, Eric Voegelin).
entre la libertad de los antiguos y la de los modernos, enunciada por Benjamin Constant (1819).
incide en la necesidad de consolidar la confianza institucional, en complemento al uso de la
fuerza), no podemos olvidar el libro que Fukuyama dedicó a los peligros de la manipulación
genética aplicada sobre los humanos (Our Posthuman Future: Consequences of the
Biotechnology Revolution, 2002).
esencial que enfrentaría a la mirada marítima, de tipo fenicio-anglosajón (hoy atlantista), a la
mirada terrestre, gestada en Roma y que enlaza con la experiencia rusa y centro-europea (la
influencia de El Nomos de la Tierra de Carl Schmitt resulta obvia). Así, mientras que en la
visión marítima se privilegia a la economía frente a la política, en la terrestre se invierten los
términos. No es necesario explicitar en qué campo se posiciona Dugin.
esta hipótesis, previendo la instauración de un sistema de gobernanza regionalizada (no global)
-organizado en varios bloques políticos y comerciales- como el escenario internacional más
probable en 15 años. Consúltese: España en el mundo 2033 Cuatro escenarios para actuar
ahora (PwC, 2014). La aparición de varios proyectos institucionalizados de esta naturaleza
(UE, ASEAN, Unión Africana, NAFTA, Mercosur…), además de la creación de diversos Bancos
de Desarrollo regionales, acreditan la robustez de la tendencia. Entre las últimas iniciativas, a
nuestros efectos destaca la entrada en vigor, a 1 de enero de 2015, de la Unión Económica
Euroasiática, de la que de momento forman parte Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y
Rusia.
Arctogaia, la cual -según documenta Griffin (2000)- publicó en su web el manifiesto “Arctogaia:
la Tierra del Norte”, que evoca la Última Thule “que dio nombre a la Thulegesellschaft
protonazi”, la Sociedad de Estudio de la Antigüedad Alemana.
congruencia con una inclinación indoeuropea que no acaba de casar con la visión cristianoortodoxa
e islámica de aquel —por momentos pareciera que más afroasiática que eurasiática.
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7 Como último botón de muestra, adviértase que Dugin fundó en los años noventa la Asociación
Arctogaia, la cual -según documenta Griffin (2000)- publicó en su web el manifiesto “Arctogaia:
la Tierra del Norte”, que evoca la Última Thule “que dio nombre a la Thulegesellschaft
protonazi”, la Sociedad de Estudio de la Antigüedad Alemana.
8 Ciertamente, Benoist se ha distanciado explícitamente de Dugin (Griffin, 2000), en
congruencia con una inclinación indoeuropea que no acaba de casar con la visión cristianoortodoxa
e islámica de aquel —por momentos pareciera que más afroasiática que eurasiática.
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Nómadas. Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas | 46 (2015.2)
© EMUI Euro-Mediterranean University Institute | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Asociada a Nomads. Mediterranean Perspectives | EMUI_EuroMed University Salento | ISSN 1889-7231