‘Contra Occidente. Salir del imperio liberal-libertario’, de Jesús Sebastián-Lorente
Solapas principales
Raymond Abellio observó que “Europa se fija en el espacio, es decir, en la geografía”, mientras que Occidente es “móvil”. De hecho, “Occidente” no ha dejado de viajar y de cambiar de dirección. Inicialmente, el término se refería solo a la tierra del sol poniente (Abendland), en contraposición a la tierra del sol naciente (Morgenland). A partir del reinado de Diocleciano, a finales del siglo III de nuestra era, la oposición entre Oriente y Occidente se redujo a la distinción entre el Imperio Romano de Occidente (cuya capital era Milán, luego Rávena) y el Imperio Romano de Oriente establecido en Constantinopla. Occidente y Europa, a continuación, se confundieron entonces de forma permanente y duradera. Sin embargo, a partir del siglo XVIII, el adjetivo «occidental» se encuentra también en la cartografía marítima para referirse al Nuevo Mundo, llamado también “sistema americano”, por oposición al “sistema europeo” o al “hemisferio oriental” (que entonces comprendía también tanto Europa como África y Asia). En el período de entreguerras, Occidente, siempre asimilado a Europa (por ejemplo, Spengler), se opuso globalmente a Oriente, que se convirtió, a la vez, en un objeto de fascinación (René Guénon) o en un contrapunto (Henri Massis). Durante la Guerra Fría, Occidente reagrupaba a la Europa occidental y a sus aliados anglosajones, Inglaterra y los Estados Unidos, para oponerse, en este caso, al “bloque del Este” dominado por la Rusia soviética. Esta acepción, que permitió a los Estados Unidos legitimar su hegemonía, sobrevivirá a la caída del sistema soviético, como se puede ver en aquellos que siempre intentan movilizar al “bloque occidental” contra Rusia (y también contra China).
En la actualidad, Occidente ha vuelto a cambiar de dirección. A veces, recibe una definición puramente económica: son llamados “occidentales” todos los países desarrollados, modernizados, industrializados, incluyendo tanto a Japón y Corea del Sur, como a Australia, los antiguos países del Este, América del Norte o parte de Hispanoamérica. “Ex Oriente lux, ex Occidente luxus”, como dijo jocosamente el escritor polaco Stanislaw Jerzy Lec. Occidente pierde entonces todo su contenido espacial para confundirse con la noción de modernidad. Otras veces, se opone globalmente a la última encarnación hasta la fecha del furor orientalis a ojos de los occidentales: el islamismo. En esta visión, una fractura esencial opondría el “Occidente judeocristiano” al “Oriente árabe–musulmán”. Como ya no existe un “Occidente” unitario, igual que no existe un “Oriente” homogéneo, esta es una nueva fuente de equívocos.
Pero lo más importante, sobre todo, es que la noción de “Occidente”, tal y como se entiende en nuestros días, es una aberración geopolítica. Europa pertenece a la “potencia de la tierra”, mientras que los Estados Unidos representan la “potencia del mar”. La historia, decía Carl Schmitt, es ante todo una historia de la lucha entre las potencias continentales y las potencias marítimas. A pesar de todo lo que se repite tanto en Bruselas como en Washington, los intereses de los europeos y de los norteamericanos no son convergentes, sino opuestos. En cuanto a la noción del “Occidente cristiano”, que durante demasiado tiempo nos ha hecho olvidar la dimensión universal (y universalista) de la religión cristiana, ha perdido todo sentido desde que la religión se convirtió en un asunto privado y, sobre todo, desde que la mayor parte de los creyentes se sitúa en el Tercer Mundo. Europa y Occidente están, hoy, totalmente separados ‒hasta el punto de que defender a Europa implica, bien frecuentemente, combatir a Occidente. Al no relacionarse ya con ninguna área geográfica, ni siquiera cultural particular, la palabra “Occidente” debería ser olvidada.
Desde su conversión al universalismo, Occidente siempre ha considerado sus valores específicos como valores “universales”, viéndose desde entonces legitimado para imponerlos al mundo entero. En el Tercer Mundo se intentó, en primer lugar, hacer adorar al “verdadero Dios” (único, por supuesto); después, se pretendió aportarle la “civilización”, el “progreso”, la “democracia” y, en fin, el “desarrollo”. La ideología de los derechos humanos no escapa a la regla. Aunque está histórica y geográficamente perfectamente situada, pretende reconfigurar el planeta en nombre de un “hombre abstracto”, de un hombre de todas partes y de ninguna parte. Los Estados Unidos son, naturalmente, los primeros campeones, porque, para ellos, los africanos no son más que occidentales de piel negra, y los europeos son poblaciones “americanizables” que hablan (provisionalmente) una lengua extranjera. Esto explica sus desengaños en política internacional. El mundo solo será comprensible para ellos cuando haya sido totalmente americanizado.
Es debido a su universalismo que los occidentales encuentran tan difícil entender (y admitir) la alteridad. Su profunda convicción es que las diferencias entre las culturas y los pueblos son transitorias, secundarias, solubles en el folclore, incluso francamente perjudiciales. En otros términos, admiten al Otro solo en la medida en que creen poder demostrar que el Otro es “como todos los demás”, es decir, lo Mismo. El ideal de la sociedad de los individuos es una sociedad donde todos los hombres son intercambiables, sustituibles unos por otros, todos igualmente comprometidos en el modelo compulsivo de felicidad mediante el consumo. Un cierto igualitarismo, que hace de la igualdad un sinónimo de la “mismidad”, empuja en esta misma dirección. Es otra forma de racismo: a falta de poder hacer desaparecer a los que son diferentes, se devalúan las diferencias (entre los pueblos y entre los sexos) considerándolas como ilusorias o insignificantes. El universalismo político, la reivindicación de un “derecho a la indiferencia” y la ideología de género confluyen en esta misma aspiración a la indiferenciación, que no es, en el fondo, más que un “deseo de muerte”.
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Hasta ahora, se han publicado, en diversas lenguas, algo más de 200 libros y trabajos universitarios totalmente dedicados a la Nueva Derecha francesa y a mis escritos. Su calidad es evidentemente desigual. Favorables u hostiles, algunos son bastante serios, o al menos de apariencia científica; algunos son incluso bastante buenos. Sin embargo, la verdad exige decir que la inmensa mayoría son propiamente miserables.
Leyendo esta infraliteratura se constata que los procedimientos empleados son siempre los mismos. El método más habitual consiste en copiar fríamente lo que anteriormente han escrito otros autores, sin preocuparse ni por un instante en investigar si corresponde o no a la realidad. Se cogen diez libros anteriores que se resumen para hacer el undécimo. Es así como las mismas informaciones factualmente falsas, las citas inventadas de todo tipo, las mismas amalgamas, los mismos juicios de intención, viajan de un escrito a otro, como si las mentiras indefinidamente repetidas se convirtieran en otras tantas verdades. Otro procedimiento corriente es el de la lectura selectiva: la conclusión a la que quiere llegarse ya está planteada de antemano, se retiene todo aquello que pueda servir para demostrar la tesis, descartando todo aquello que pueda contradecirla. Está también el método “antihistórico” o anacrónico, que no comprende la necesidad de periodificar la historia de una escuela de pensamiento que ya tiene más de medio siglo de antigüedad: las citas nunca están fechadas, lo que permite desenterrar frases que tienen cuarenta o cincuenta años de antigüedad, pretendiendo al mismo tiempo mantenerlas como contemporáneas o como representativas de lo que el mismo autor está escribiendo hoy, como si en medio siglo su pensamiento nunca hubiera evolucionado. En otros casos, las frases se cortan, se mutilan, son extraídas de su contexto, o incluso reenvían, no a lo que tal o cual autor ha podido decir, sino a un comentario hecho por un autor hostil.
Las especulaciones sobre lo “no dicho” son igualmente fructíferas. A falta de encontrar en los escritos de un autor lo que allí quisiera encontrarse, se intenta “descodificar” su discurso, “leerlo entre líneas”. Más que interesarse en lo realmente escrito, la preocupación prioritaria es saber en “dónde se inspira”, con la esperanza de establecer imaginarias conexiones, fantásticos organigramas que permitan concluir eso que los anglosajones denominan “una culpabilidad por asociación” (guilty by association), eterno recurso del conspiracionismo de bajo nivel. En todos los casos, la idea subyacente es que lo que se escribe no se corresponde con lo que realmente se piensa, e incluso que puede significar lo contrario. La idea de que un intelectual o un teórico se desacreditaría inmediatamente diciendo algo distinto de lo que piensa (en lo que precisamente difiere del político) ni siquiera se tiene en cuenta. La práctica de la sospecha está generalizada. Si se escribe algo se hace únicamente por “estrategia”, para “hacer creer que”, para “hacer el juego a” esto o aquello. Aquellos que se dedican a estas contorsiones están, por supuesto, en mejor posición que nadie para saber lo que cada cual piensa realmente. Y, por supuesto, ¡cualquier negación es tomada como una confirmación! Se puede ver inmediatamente la naturaleza policial de esta forma de hacer las cosas. La policía de las (supuestas) segundas intenciones del pensamiento se añade a la policía del pensamiento, pues hágase lo que se haga, uno siempre es culpable. El trabajo del pensamiento es simplemente ignorado.
Otra cosa que siempre me ha llamado la atención es que muchos autores extranjeros que han escrito sobre la Nueva Derecha francesa son, con toda evidencia, incapaces de leer en francés, lo que a primera vista es sorprendente. En el mejor de los casos, solo han podido tener acceso a algunos libros publicados en su lengua, lo que, con frecuencia, es más que insuficiente para adquirir una visión general sobre la cuestión. Más que un libro importante que no ha sido traducido, citarán un libro de menor importancia que sí lo ha sido. Por lo demás, se reducen a apoyarse en fuentes secundarias más o menos fiables. Por supuesto, podrían intentar verificar algunas afirmaciones, pero aparentemente no parece que eso les convenga. Un hecho revelador: puedo contar con los dedos de una mano el número de autores que han escrito libros sobre mi obra y que se han tomado la molestia de ponerse en contacto conmigo, de una forma u otra, para plantearme algunas preguntas, para intentar aclarar algunos puntos problemáticos, etc. El resto, obviamente, no tenían ninguna necesidad, ni siquiera ningún deseo, de reunirse in vivo con el supuesto sujeto de sus estudios. Es una forma de “trabajar” que dice mucho de ellos.
Jesús Sebastián–Lorente no trabaja así. Trabaja con método, con honestidad, con pasión. Lo veremos con la lectura de este libro, en el que sus múltiples referencias a los trabajos de la Nueva Derecha no le impiden expresar un pensamiento personal. En general, estoy de acuerdo con todo lo que escribe, con algunas excepciones quizás, ¡pero esto no es más que un detalle!). Estoy convencido de que su libro marcará un hito en España.
Contra Occidente. Salir del imperio liberal libertario, de Jesús Sebastián–Lorente, 305 páginas, Editorial Eas, 2021.
Extraído de El Manifiesto