LA ESENCIA DE LA CIENCIA MODERNA

El 22 de junio de 1633 se dice que Galileo renegó de la imagen heliocéntrica del mundo. La leyenda también dice que él murmuró entre dientes: “sin embargo, se mueve”.
Este momento es interpretado como una lucha entre la cosmovisión científica y progresista en contra de la ignorancia medieval. Pero se trata del primer acto del deicidio que llevó a cabo Europa occidental, un deicidio que se prolongó durante varios siglos. Cuando en el siglo XIX Nietzsche dice “Dios ha muerto, lo hemos matado, tú y yo”, solo está declarando un hecho consumado. Además, Nietzsche valientemente se culpó a sí mismo, tratando de vivir, pensar y encontrar la forma de expresar este conocimiento insoportable del abismo que había abierto el nihilismo occidental. Si Dios está ausente, entonces no queda sino la nada. Si la tierra es redonda, hecha de materia y gira alrededor del sol, que no es otra cosa que materia suspendida en el infinito y que, a su vez, ¡no es más que materia!, entonces Dios no existe.
Como dijo Jacob Taubes, un experto en la escatología occidental, con el nacimiento de la ciencia moderna desapareció el cielo y este último se convirtió en nada más que tierra, es decir, materia. Este es el significado verdadero de la revolución copernicana o de los descubrimientos de Galileo Galilei. Hipotéticamente, sospechamos que en el arrepentimiento fingido por Galileo ante la amenazante sombra de la Inquisición lo llevó a la siguiente conclusión: ¿y si no existe Dios y solo podemos decir que el mundo es materia? ¿Acaso no giran todas las cosas por sí mismas? ¿No es Dios el nombre que le damos a una causa material? Si los milagros son un invento, ¿no es acaso la idea ptolemaica del mundo falsa, y la física espiritual de Aristóteles no es otra cosa que un obstáculo para buscar libremente la verdad?
Esta sospecha se convirtió en confianza. El cielo fue derribado. Dios está muerto. O, mejor dicho, fue asesinado.

Es interesante que Nietzsche escribiera su siniestra formula, Dios ha muerto, en una sección a la que título como “El loco”. Clara referencia a los Salmos, donde leemos: “Dice en su corazón el necio: «No hay Dios»”. Dios murió, eso dice el loco. Y Nietzsche asume tal veredicto.
Copérnico y Galileo todavía no son conscientes de este lado oscuro del nihilismo que comienza a cernirse sobre Occidente y, en cambio, se regocijan de la nueva libertad que han alcanzado: se alegran de haberse liberado de Dios, de la Iglesia, de los milagros, el haber dado nacimiento a un mundo racional, armonioso y bien organizado que está dominado por la Razón. Se regocijan por la llegada de la inminente locura europea, cuando por fin se enseñé a los niños desde pequeños que Dios está muerto, que el hombre evolucionó a partir de las bacterias y que las estrellas moribundas se convierten agujeros negros o que las estrellas enanas existen dentro del vacío.
Después de cinco siglos, la ciencia occidental ha producido una civilización nihilista, donde la técnica ha sido desencadenada, la materia se ha convertido en el criterio incondicional para establecer la verdad y la ley de los números se ha vuelto absoluta. Pero lo importante no es que en el centro del universo sea la tierra o el sol. Los pitagóricos de la antigua Grecia creían que el sol era el centro del mundo… Pero era un sol diferente… El sol del espíritu, la razón, el ojo del Señor, y no un sol material rojo cuyo cuerpo moribundo escupe magma al vacío. Ese Sol espiritual hacia que la tierra también fuera una entidad espiritual.
La ciencia moderna ha colocado en el centro del universo no a la tierra, sino un pedazo inerte de materia aleatoria que flota en la nada y que no tiene un plan, un propósito, un significado, ni tampoco un Creador.
Este fue el crimen que cometieron Galileo Galilei, Isaac Newton, Francis Bacon y otros científicos.

Lamento sinceramente que no hayan sido quemados por el fuego bendito de la Inquisición. Ellos cometieron el mismo crimen que la multitud enloquecida que gritó: ¡libera Barrabás! ¡Crucifica al otro, crucifícalo!
La ciencia mató a Dios. Los Titanes modernos destruyeron al Cielo.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera