LA TOMA DE JERUSALÉN

El 14 de julio de 1099 los ejércitos cruzados tomaron Jerusalén, arrebatándosela a los sarracenos. Por supuesto, los caballeros latinos no cumplieron las promesas que habían hecho al emperador ortodoxo y posteriormente saquearon Constantinopla en la 4ª Cruzada. Aunque esto sucedió al final de esta época heroica.
Pero la Primera Cruzada, liderada por el duque francés Godofredo de Bouillón, apenas había comenzado y, debemos reconocerlo, fue espectacular.
Una poderosa ola de religiosidad, espíritu heroico y pasión desenfrenada arrastró a la caballería europea y la lanzó a la liberación de la Ciudad Santa y el Santo Sepulcro. Las cruzadas no tenían mucho que ver con las carnicerías y guerras feudales, o los torneos y las ferias en las que se ejercitaba la arrogancia marcial de la aristocracia. Sin duda había algo de todo esto en las cruzadas, pero también existía una realidad superior o un horizonte más elevado: un momento donde la guerra se convierte en guerra santa, la carne se convierte en espíritu y lo secular en un principio sagrado.
Los ortodoxos no jugaron un papel relevante en todo esto. Las Cruzadas y la captura triunfal de Jerusalén son parte de la historia de la Europa medieval y del Occidente romano-germánico. Sin embargo, no podemos dejar de admirar la victoria de los que lucharon bajo el signo de la Cruz y dieron su vida por liberar el Santo Sepulcro.
Los cruzados no fueron la encarnación del heroísmo, el valor, la lealtad a los ideales superiores y las reliquias sagradas en su estado más puro. Pero el mito de la toma de Jerusalén es muy hermoso. Sólo las naturalezas más bajas tratan de empañarlo. La característica principal de la gente maliciosa es explicar lo alto por medio de lo bajo, como, por ejemplo, recurriendo a la economía o la atracción corporal. Es por ello que los intelectuales de hoy han derramado ríos de tinta con el objetivo de relativizar la grandeza de la caballería cristiana. Se trata de puro resentimiento y por ello vamos a ignorarlo.
El escritor alemán Novalis decía que los poetas que usan su imaginación, ingenuidad, inspiración e ideales elevados son mucho mejores a la hora de describir los acontecimientos de una época determinada que los historiadores más meticulosos que ahogan sus narraciones en detalles mundanos. Por eso, con tal de entender la Primera Cruzada recurriremos al poema La liberación de Jerusalén de Torquado Tasso. Este fue escrito varios siglos después de la toma de Jerusalén, pero eso no lo hace menos auténtico.
Más bien podemos decir que las cosas sucedieron tal y como las narra. El Arcángel Gabriel se le apareció a Godofredo de Bouillón y le ordenó liberar este gran santuario cristiano de las manos de los sarracenos. Por lo que un guerrero fue elegido por los poderes celestiales para llevar a cabo una misión excepcional. Muchos rechazaron tal proyecto y dejaron a Godofredo solo. Sin embargo, el sacerdote Pedro el Ermitaño – como Merlín en el caso del Rey Arturo – se unió a su causa.
Después se suceden varias batallas descritas bellamente donde los adversarios de los cruzados también son grandes héroes y valientes guerreros. No se necesita mucho para derrotar sinvergüenzas, cobardes y hombres de voluntad débil. Un verdadero héroe necesita enemigos dignos. Jerusalén debe ser liberada en una gran batalla contra un poderoso y formidable enemigo.
La toma de Jerusalén se convierte en el prototipo o, más bien, en un reflejo terrenal, de la gran batalla entre los ángeles y las hordas de Satanás. La historia se convierte en metahistoria y los acontecimientos que suceden dentro del tiempo hacen referencia a la eternidad.
En el siglo XXI y bajo la noble narración de la poética de Torquado Tasso, podemos preguntarnos: ¿y Jerusalén, en manos de quién está? ¿No ha llegado el momento de unirnos para liberarla?
Lo sublime de la Edad Media despierta algo en nuestros corazones: esta es la verdadera Europa, la Europa de los cruzados, los caballeros, las guerras santas, las damas hermosas y los poetas exquisitos. La Europa de las grandes hazañas y el amor, la Europa que existió bajo el signo de la Cruz.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera