Máscara y rostro de la posmodernidad contemporánea
El posmodernismo se presenta de manera confusa, casi bifronte. Decir pos es filosóficamente un no decir, en cuanto la colocación temporal de una noción no establece el contenido explicativo ni, sobre todo, de verdad. Para considerar la transfiguración del todo profana del posmodernismo intentaremos valernos de la contribución de dos estudiosos contemporáneos de gran estatura y, para permanecer en el campo de las anomalías, de antitética procedencia cultural. Nos referimos a Mario Tronti, padre del operaismo [obrerismo] italiano y fino filósofo político, y de Alexandr Dugin, tradicionalista y eurasista ruso.
El eco evoliano de este título pretende, entre lo serio y lo gracioso, evocar un problema cultural – y por qué no, espiritual – de nuestra época. Al igual que en el siglo pasado un “idealista mágico” ha puesto de manifiesto la naturaleza ambivalente del espiritualismo, forma degenerada de la espiritualidad tradicional, es hoy oportuno denunciar la estructura ambigua y escurridiza del posmodernismo, hijo espurio de la modernidad. Filiación de signo negativo aquella detectada por Evola; partenogénesis de signo dudoso, digna de un debate, el del paradigma político, cultural y existencial del posmodernismo. Porque si bien todos los ismos merecen reservas – y Nietzsche ya lo ha dicho todo al respecto – el estatuto del posmodernismo es precursor de dinámicas perennemente inestables, resbaladizas, claroscuras. A ratos inefable, este Jano bifronte – sobre cuya propia existencia autónoma, desvinculada de la moderna, se complace el debate teórico – comporta infinitos problemas de definición. Se cierne como una quimera, el sueño monstruoso que todos soñamos en los momentos de lucidez y que la vigilia de la razón deja olvidado en nombre del sensus communis.